Mi Sudanés
Un día recibí una carta de Tombuctú. Era Latapy, quien me escribía para darme algunas noticias y anunciarme la llegada de un magnífico sudanés. "Si tú aceptas alojarlo y alimentarlo -me decía- te servirá voluntariamente de doméstico, sin reclamarte sueldo, porque desea una estadía en París".
¡Un doméstico gratis, buen negocio! Esperé al sudanés. Una mañana oigo que llaman a la puerta. Voy a abrir y me encuentro frente a un individuo totalmente negro, pero tan negro que retrocedí espantado. Me tiende una carta. Reconozco la letra de Latapy.
- Ah, ¿usted es el sudanés?
- Si, señó.
- ¡Mi pobre amigo, en bonito estado está usted! Lo hago entrar y como se queda mirándome, exclamo:
- ¡Pero, vaya a lavarse, está totalmente negro!
- Sí, yo todo negro.
Esto no parecía turbarlo. Lo llevé ante un espejo.
- ¡Pero, mírese, desgraciado! ¿Dónde diablos se ha metido?
- Sí, yo todo negro.
Y sonreía, muy tranquilo. Sus dientes eran de una blancura brillante. Me asombraba que un individuo tan poco preocupado de la limpieza de su cara fuera hasta ese punto cuidadoso de su dentadura. Pregunté al recién llegado de donde provenía esa capa inverosímil de suciedad esparcida en su figura. ¿Era tinta y hollín, betún o carbón? No tenía aire de comprender. Le ordené desvertirse y calenté agua para bañarlo. Cuando lo vi desnudo, constaté con estupor que la piel de su cuerpo era tan negra como sus manos y su cara. Realmente, no se debía haber lavado en veinte años. Lo interrogué otra vez. Me fue imposible sacarle cualquier explicación. Era completamente idiota.
Lo hice entrar en la bañadera y comencé a enjabonarlo vigorosamente. No salía nada. Sin desanimarme por esta primera tentativa continué, más y más. Al cabo de cinco minutos comprendí que el jabón era impotente y que sería necesario encontrar otra cosa. Quise rascarlo con un cuchillo, para levantar la capa más gruesa. Gimió. Un poco desalentado, me pregunté si no sería mejor dejarlo sumirse en su mugre. Después pensé que era imposible dejar a un ser humano en tal estado de abyección, y que mi deber más elemental era limpiarlo.
Lo froté con piedra pómez, utilicé el esmeril, recurrí al agua de Javel. ¡Todo inútil! Sin embargo, no desesperé, porque su piel comenzó a abrirse por todas partes. Busqué los detergentes más variados. Una y otra vez los cristales de soda, la bencina, la trementina, la potasa, atacaron en vano la epidermis de mi sudanés. Cada noche yo volvía con una droga nueva. Cuando me escuchaba llegar, el sudanés huía a la otra punta del departamento. Yo iba en su busca, y comenzaba mis experiencias. Cuando lo frotaba, levantaba hacia mí sus ojos de perro abatido y emitía gemidos lastimeros. Sus miradas y sus lamentos me hacían mal. Muchas veces estuve a punto de llorar. Pero me sobreponía a mi sensiblería diciéndome que la salud de este desgraciado bien valía estas torturas pasajeras, y que él iba a ser el primero en agradecérmelas más tarde. Su cuerpo era una sola llaga. Yo elevaba el agua de la bañera a temperaturas fantásticas. Sus llagas se volvieron horribles. Lo froté con arena mojada. La sangre surgía de todas partes. Lo rasqué con trozos de botella. parecía un conejo desollado. Entonces comprendí que jamás llegaría a limpiarlo y que era necesario encontrar otra cosa. Reflexione así:
"Los albañiles que limpian un edificio no se entretienen en raspar una a una todas las suciedades, hasta la última. Se contentan con blanquearlo. Blanquearemos a mi sudanés".
Compré albayalde y me puse a bañar a mi sudanés. Cuando se vio todo blanco de pies a cabeza, su alegría no conoció límites. Brincaba delante de los espejos diciendo:
- Tú, buen maestro. Yo, lindo, lindo.
Yo buen maestro, ¡ah, el animal! Claro que sí, porque me dio tanta pena y me interesó su salud. El, lindo, lindo, es otra cosa. Se lo podía describir como un pierrot enfermo. Pero tenía un aire limpio. Era un progreso. No sabía si era el albayalde que se partía o el polvo del exterior que lo cubría, pero al cabo de unos días el blanco desaparecía por partes. Mi sudanés parecía un juego de damas de casillas mal alineadas. Me servía para jugar al ajedrez. Después los colores se confundieron. Su cuerpo no fue sino una masa parduzca, horrorosa, más horrible de ver que la tinta negra del principio. Me dije:
- Está claro que el blanco no volverá más. Veamos... la gente que pinta las balaustradas de las ventanas siempre pone en primer lugar una tinta roja. Después ellos pasan otra. Por lo tanto son necesarias muchas capas; debo comenzar por la roja, que sin duda era un mordiente. Compré minio. Fue para mí un gusto especial bañar a mi sudanés. Comprendí el gusto tan grande que tienen los niños al colorear sus álbumes. ¡Era muy divertido! Cuando se vio rojo de pies a cabeza, mi sudanés desborda de entusiasmo, saltaba hasta el techo repitiendo:
- Tú buen maestro, yo lindo lindo.
Al día siguiente, se quejaba de numerosas picaduras en todo el cuerpo. Al segundo, agudos y horrorosos dolores lo abrazaron. Al tercero, sus quejidos resonaron en la casa. Lo exhorté a la paciencia, le hacía notar los progresos obtenidos y le prometí un fin próximo a sus males. Dejó de quejarse. Cuando juzgué que estaba suficientemente seco, le paso una capa gris perla. Este tono me gustaba, era una etapa cercana al blanco. El aspecto de su persona gris perla de pies a cabeza le hunde en el arrebato. De hecho, era inaudito, y yo estaba casi tan contento como él mismo. No hay duda del espectáculo que puede ofrecer un cuerpo humano pintado de gris perla. Un domingo que usted no tenga nada que hacer, le aconsejo ensayarlo. Simplemente es maravilloso. En esto, tuve que salir de viaje, tomo una hoja de papel y escribo en ella: "Pintura fresca", y la coloco en la espalda de mi sudanés.
A mi regreso, lo encuentro acostado. Estaba rojo, gris, de los dos colores, no se. Su piel era fuego. En otra parte el color comenzaba a desaparecer. Su espalda y su trasero, por el roce, sin duda, estaban casi negros. Su vientre, casi rojo. Su cara, casi gris. Sus brazos y sus piernas, casi blancos. Y no cito los miles de colores intermedios. Jamás había visto tantos. Comprendí que todos los esfuerzos de pintarlo eran vanos y que era necesario encontrar otra cosa. Me dije:
- Los colores no toman. Ensayemos el dorado. Compré litros y litros de oro líquido. Costaba horriblemente caro. Pero no retrocedí delante de ningún gasto, porque se trataba del alivio del prójimo. Cuando se vio chorreando oro de pies a cabeza, fue el delirio. Pataleaba:
- Yo rico, yo rico.
Parece que se podía vernos desde la calle, porque vienen a advertirme que dos policías preguntaban por mí. Corro hacia esa buena gente que me acusaba de haber robado el genio de la bastilla. Les respondo que antes de hacer pesar sobre mí una acusación tan infamante, harían mejor en asegurarse primero de la realidad del robo. Sobre esto, uno de ellos declara que iría a constatar, mientras su camarada haría guardia para impedirme salir. Mientras tanto mi sudanés no cesaba de saltar frente a los espejos cantando:
- ¡Yo rico, yo rico!
El rico, pero percibo al cabo de quince días que su fortuna comienza a declinar seriamente. Deja partículas en todos los muebles. Siembra su oro por toda la casa. Pienso darle un consejo judicial, pero reflexiono que las formalidades del procedimiento apenas habían comenzado cuando estarían largo tiempo después prodigando su oro y que no quedaría más en él. El momento de ensayar otra cosa parece venir. Hago este razonamiento:
- Los colores no resisten. El dorado no quiere saber nada. No hay sino una cosa por hacer. Voy a niquelarlo. Lo zambullí en un baño de níquel. Como, al cabo de un cuarto de hora, no daba señales de vida, me interesé por su salud. No me respondió, debí inclinarme en el baño para retirarlo. Se había vuelto espantosamente pesado. Lo coloqué frente a mí. Guardaba una inmovilidad absoluta. Ligeramente perturbado, le sacudí un brazo. Pero todo su cuerpo se estremeció porque no era sino un solo bloque rígido. En el suelo, el choque de sus pies tenía resonancias metálicas. Puse la mano sobre su corazón. Estaba muerto. Entonces le hice poner una hoja de parra y lo uso como pisapapeles. Edouard Osmont
Cuentos que salpiquen sangre, se necesitan con urgencia...